La consagración de María a Dios, que ella mantuvo siempre, se
realiza de nuevo en el momento en que tiene entre sus brazos al Hijo de Dios
recién nacido. Allí lo tiene entre sus brazos, y le diría sin duda: “Jesús, mis
ojos sólo para mirarte; véante mis ojos, pues eres lumbre de ellos y sólo para
Ti quiero tenerlos, sólo para Ti. Mis labios para besarte. Mis manos para
cuidarte. Mi corazón para amarte.”
(En el Corazón de Cristo, P. Mendizábal).
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