domingo, 3 de julio de 2016

Papa Francisco en Cuba y Estados Unidos (IV)


“Padre, yo no soy monja, yo no cuido enfermos, yo soy cura, y tengo una parroquia, o ayudo a un párroco. ¿Cuál es mi Jesús predilecto? ¿Cuál es el más pequeño? ¿Cuál es aquél que me muestra más la misericordia del Padre? ¿Dónde lo tengo que encontrar?”. Obviamente, sigo recorriendo el protocolo de Mateo 25. Ahí los tenés a todos: en el hambriento, en el preso, en el enfermo. Ahí los vas a encontrar, pero hay un lugar privilegiado para el sacerdote, donde aparece ese último, ese mínimo, el más pequeño, y es el confesionario. Y ahí, cuando ese hombre o esa mujer te muestra su miseria, ¡ojo!, que es la misma que tenés vos y que Dios te salvó, ¿eh?, de no llegar hasta ahí. Cuando te muestra su miseria, por favor, no lo retes, no lo arrestes, no lo castigues. Si no tenés pecado, tirale la primera piedra, pero solamente con esa condición. Si no, pensá en tus pecados. Y pensá que vos podés ser esa persona. Y pensá que vos, potencialmente, podés llegar más bajo todavía. Y pensá que vos, en ese momento, tenés un tesoro en las manos, que es la misericordia del Padre. Por favor –a los sacerdotes–, no se cansen de perdonar. Sean perdonadores. No se cansen de perdonar, como lo hacía Jesús. No se escondan en miedos o en rigideces. Así como esta monja y todas las que están en su mismo trabajo no se ponen furiosas cuando encuentran al enfermo sucio o mal, sino que lo sirven, lo limpian, lo cuidan, así vos, cuando te llega el penitente, no te pongas mal, no te pongas neurótico, no lo eches del confesionario, no lo retes. Jesús los abrazaba. Jesús los quería. Mañana festejamos San Mateo. Cómo robaba ese. Además, cómo traicionaba a su pueblo. Y dice el Evangelio que, a la noche, Jesús fue a cenar con él y otros como él. San Ambrosio tiene una frase que a mí me conmueve mucho: “Donde hay misericordia, está el espíritu de Jesús. Donde hay rigidez, están solamente sus ministros”.

(Papa Francisco, Viaje Apostólico a Cuba y Estados Unidos, Septiembre 2015)

viernes, 1 de julio de 2016

Delicadeza en la Confesión (II)


Poco dolor tiene de sus culpas, o ninguno, el que aun para decirlas y declararlas a su confesor no tiene virtud: esa vergüenza y afrenta ha de ofrecer uno en recompensa y satisfacción de la culpa que ha cometido, para aplacar con eso a Dios nuestro Señor. 


Solo el sentir repugnancia y dificultad en decir la culpa había de bastar para tenerse uno por sospechoso, y entender que conviene decirla, aunque no hubiese mas en ello que vencer esa repugnancia y mortificarse, y que no salga la carne ni el demonio con la suya.

(P. Alonso Rodríguez, Ejercicio de Perfección y virtudes cristianas)