Dios sorprendió a la tierra con una novedad, dice el Profeta (Jer 31,22). La Encarnación del Verbo fue esa saludable sorpresa que a todos no hizo renacer en ese afortunado instante que se llamó plenitud de los tiempos: «Cuando vino la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo para redimir a los que estaban sometidos a las consecuencia de la Ley» (Gal 4, 5)
La plenitud de gracia vino con la plenitud del tiempo a reparar la ruina que ocasionó el pecado. María aceptó ser la madre del Hijo de Dios, y el Verbo eterno tomó la condición humana, comenzando a redimir al mundo.
«No desdeñó Jesús –como canta la Iglesia- el seno de la Virgen» (Himno Ambrosiano). Quien era en el seno del Padre inmenso y omnipotente Dios, se hace en el de María criatura pequeñísima y frágil. Toma forma de esclavo (Fil 2, 7) quien es Señor de todo lo creado. ¿A quién puede ocurrírsele un gesto humano de mayor amor y cercanía?