Cuando se piensa que un sacerdote cuando
celebra en el altar tiene una dignidad infinitamente mayor que un rey; y que no
es ni un símbolo, ni siquiera un embajador de Cristo, sino que es Cristo mismo
que está allí repitiendo el mayor milagro de Dios.
Cuando se piensa todo esto, uno comprende
la inmensa necesidad de fomentar las vocaciones sacerdotales.
Uno comprende el afán con que en tiempos
antiguos, cada familia ansiaba que de su seno brotase, como una vara de nardo,
una vocación sacerdotal.
Uno comprende el inmenso respeto que los
pueblos tenían por los sacerdotes, lo que se refleja en las leyes.
Uno comprende que el peor crimen que puede
cometer alguien es impedir o desalentar una vocación.
Uno comprende que provocar una apostasía es
ser como Judas y vender a Cristo de nuevo.
Uno comprende que si un padre o una madre
obstruyen la vocación sacerdotal de un hijo, es como si renunciaran a un título
de nobleza incomparable.
Uno comprende que más que una Iglesia, y
más que una escuela, y más que un hospital, es un seminario o un noviciado.
Uno comprende que dar para construir o
mantener un seminario o un noviciado es multiplicar los nacimientos del
Redentor.
Uno comprende que dar para costear los
estudios de un joven seminarista o de un novicio, es allanar el camino por
donde ha de llegar al altar un hombre que durante media hora, cada día, será
mucho más que todas las dignidades de la tierra y que todos los santos del
cielo, pues será Cristo mismo, sacrificando su Cuerpo y su Sangre, para
alimentar al mundo.
(Hugo Wast, Devocionario Católico)
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