viernes, 2 de octubre de 2015

Un viajar moribundo. P. Segundo Llorente (VII)

        Continuamos viajando en dirección a Hooper Bay, donde nos esperaba el Padre Fox.

         Caminamos a la buena de Dios, sin otras señales que un cielo plomizo y un vendaval fatídico en unas llanuras de pampas sin fin, sin un altozano, sin una peña, sin una yerba, sin nada que se alce un milímetro de este suelo que fue un día el fondo plano de la mar.

         Aquello era para volverse loco. El espíritu estaba pronto a cualquier sacrificio, pero con una carne flaca, hambrienta, fatigada, rendida, exhausta y a punto de desplomarse, el espíritu enflaquece también y todo el compuesto de cuerpo y alma forma una figura triste y quijotesca que lo mismo le puede hacer a uno reír que llorar.

         Protesté a Jaime, guía que me acompañaba, para hacer alto, pero él se apostaba la cabeza a que dentro de una hora se vería la luz del amanecer enfrente de nosotros un poco a la izquierda.

         Como al cabo de varios siglos no había tal luz ni enfrente ni por ninguno de los cuatro lados, y como yo me estaba suicidando con aquel caminar violento fuera de todo juicio y razón, y como el acampar allí pudiera resultar fatal, confieso que comencé a temer seriamente por mi vida.

         Una cosa deseaba por encima de todo: vivir lo suficiente para escribir un artículo en el que diría a los que aspiran a misiones que la evangelización de infieles está resumida en aquellas palabras de San Pablo, prototipo de misioneros: Quotidie morior (vivo agonizando), que es una vida a dos pasos de la muerte; y que hay que almacenar toda la santidad de que sea capaz esta pobrecilla alma que llevamos en las carnes.


(P. Segundo Llorente, 40 años en el Círculo Polar)

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