Continuamos
viajando en dirección a Hooper Bay, donde nos esperaba el Padre Fox.
Caminamos a la buena de Dios, sin otras
señales que un cielo plomizo y un vendaval fatídico en unas llanuras de pampas
sin fin, sin un altozano, sin una peña, sin una yerba, sin nada que se alce un
milímetro de este suelo que fue un día el fondo plano de la mar.
Aquello era para volverse loco. El
espíritu estaba pronto a cualquier sacrificio, pero con una carne flaca,
hambrienta, fatigada, rendida, exhausta y a punto de desplomarse, el espíritu
enflaquece también y todo el compuesto de cuerpo y alma forma una figura triste
y quijotesca que lo mismo le puede hacer a uno reír que llorar.
Protesté a Jaime, guía que me
acompañaba, para hacer alto, pero él se apostaba la cabeza a que dentro de una
hora se vería la luz del amanecer enfrente de nosotros un poco a la izquierda.
Como al cabo de varios siglos no había
tal luz ni enfrente ni por ninguno de los cuatro lados, y como yo me estaba
suicidando con aquel caminar violento fuera de todo juicio y razón, y como el
acampar allí pudiera resultar fatal, confieso que comencé a temer seriamente
por mi vida.
Una cosa deseaba por encima de todo:
vivir lo suficiente para escribir un artículo en el que diría a los que aspiran
a misiones que la evangelización de infieles está resumida en aquellas palabras
de San Pablo, prototipo de misioneros: Quotidie
morior (vivo agonizando), que es una vida a dos pasos de la muerte; y que
hay que almacenar toda la santidad de que sea capaz esta pobrecilla alma que
llevamos en las carnes.
(P. Segundo Llorente, 40 años en el Círculo Polar)
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