De aquel matrimonio de conveniencia, Teresa había decidido
hacer un matrimonio de amor. Si en aquella fría madrugada, cuando se dirigía al
convento, hubiera presentido que pasaría veinte años desgarrada entre el mundo
y Dios, tampoco hubiese retrocedido; había hecho suya la divisa de Ávila “antes
quebrar que doblar”.
No ignoraba que, ante todo, tendría que luchar consigo misma.
Parecía menos dotada para la santidad que para el éxito mundano y se encontraba
llena de defectos y contradicciones. Con todo, llegó a ser santa con su
esfuerzo y con la gracia de Dios; un proceso de lenta y trabajosa
transformación que hizo de su existencia un testimonio ejemplar.
Cuando la puerta de la clausura se abrió con chirrido de
cerraduras y cerrojos y se cerró tras ella, persuadida de que todo es nada,
admitió resueltamente que Dios lo es todo.
“Mudó Dios la sequedad que tenía mi alma en grandísima
ternura. Dábanme deleite todas las cosas de la religión, y es verdad que andaba
algunas veces barriendo en horas que yo solía ocupar en mi regalo y gala, y
acordándoseme que estaba libre de aquello me daba un nuevo gozo, que yo me
espantaba y no podía entender por donde venía”.
No se daba cuenta del alivio que proporciona una decisión
llevada a cabo irrevocablemente.
(La
Vida de Santa Teresa de Jesús, Arcaduz).
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