viernes, 23 de octubre de 2015

Tras la larga enfermedad, mil vanidades. Santa Teresa de Jesús (XV)

    Al salir de su larga enfermedad, Teresa había experimentado el placer de renacer.  El gusto que encontraba en charlar con los amigos en el locutorio, las distracciones que la asaltaban durante sus ejercicios de piedad, los largos periodos de sequedad espiritual, la impaciencia con que esperaba que la campana anunciase el final de los oficios, contrastaba tanto con su ideal de fervor que creyó que todo estaba perdido, hasta el punto que no se atrevía a enfrentarse con Dios.

         Reconoció que ya no hacía oración, poniendo como excusa su mala salud: “Harto hago con poder servir al coro”. Ya no podía recogerse sin encerrar mil vanidades. Decepcionada, se castigaba con la mediocridad.  ¿Acaso no podía uno salvarse sin tantos rigores? El monasterio de la Encarnación parecía hecho ex profeso para esta dorada medianía.

         Todo servía de pretexto o de excusa razonable; la tolerancia parecía ser lo más importante, salvo para las novicias, a las que se hacía seguir estrictamente las Constituciones; por eso no se les dejaba recibir visitas casi nunca. Las monjas profesas, sin embargo, se adornaban con joyas, charlaban sin escrúpulo en las horas de silencio, iban fisgando de celda en celda y se divertían, en la recreación, con canciones profanas que los “devotos” visitantes les enseñaban; también les pasaban por entre las rejas del locutorio toda clase de golosinas que luego mordisqueaban a lo largo del día. ¿Cómo exigir un constante fervor de ciento ochenta mujeres que tenían un pie en el mundo y otro en el convento y que, en algunos casos, se habían hecho monjas para no quedarse solteras?

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