Al salir
de su larga enfermedad, Teresa había experimentado el placer de renacer.
El gusto que encontraba en charlar con los amigos en el locutorio, las
distracciones que la asaltaban durante sus ejercicios de piedad, los largos
periodos de sequedad espiritual, la impaciencia con que esperaba que la campana
anunciase el final de los oficios, contrastaba tanto con su ideal de fervor que
creyó que todo estaba perdido, hasta el punto que no se atrevía a enfrentarse
con Dios.
Reconoció que ya no hacía oración, poniendo como excusa su mala salud: “Harto
hago con poder servir al coro”. Ya no podía recogerse sin encerrar mil
vanidades. Decepcionada, se castigaba con la mediocridad. ¿Acaso no podía
uno salvarse sin tantos rigores? El monasterio de la Encarnación parecía hecho
ex profeso para esta dorada medianía.
Todo
servía de pretexto o de excusa razonable; la tolerancia parecía ser lo más
importante, salvo para las novicias, a las que se hacía seguir estrictamente
las Constituciones; por eso no se les dejaba recibir visitas casi nunca. Las
monjas profesas, sin embargo, se adornaban con joyas, charlaban sin escrúpulo
en las horas de silencio, iban fisgando de celda en celda y se divertían, en la
recreación, con canciones profanas que los “devotos” visitantes les enseñaban;
también les pasaban por entre las rejas del locutorio toda clase de golosinas
que luego mordisqueaban a lo largo del día. ¿Cómo exigir un constante fervor de
ciento ochenta mujeres que tenían un pie en el mundo y otro en el convento y
que, en algunos casos, se habían hecho monjas para no quedarse solteras?
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