Para
realizar una obra tan grande -la de la Redención-, Cristo está siempre presente
en la Iglesia, principalmente en las acciones litúrgicas. Está presente en el
Sacrificio de la Misa, tanto en la persona del Ministro -"ofreciéndose
ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que se ofreció a sí mismo en la
Cruz"- como sobre todo bajo las especies eucarísticas (Concilio Vaticano
II, Const. Sacrosantum Concilium 7; Cfr. Concilio de Trento, Doctrina acerca
del Santísimo Sacrificio de la Misa cap. 2).
Por el
Sacramento del Orden, el sacerdote se capacita efectivamente para prestar a
Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser; es Jesucristo quien, en la Santa
Misa, con las palabras de la Consagración, cambia la sustancia del pan y del
vino en su Cuerpo, su Alma, su Sangre y su Divinidad.
En esto
se fundamenta la incomparable dignidad del sacerdote. Una grandeza prestada,
compatible con la poquedad mía. Yo pido a Dios Nuestro Señor que nos dé a todos
los sacerdotes la gracia de realizar santamente las cosas santas, de reflejar,
también en nuestra vida, las maravillas de las grandezas del Señor. Quienes
celebramos los misterios de la Pasión del Señor, hemos de imitar lo que hacemos.
Y entonces la hostia ocupará nuestro lugar ante Dios, si nos hacemos hostias de
nosotros mismos (San Gregorio Magno, Dialog. 4, 59).
(Homilía
de S. José María Escrivá de Balaguer)
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