miércoles, 28 de octubre de 2015

¿Ave de corral o águila? Santa Teresa de Jesús (XVI)

         Si se excluyen monjas fervorosas, el monasterio de la Encarnación parecía más bien una pensión de señoritas en la que cada una, con arreglo a su fortuna, su rango y sus encantos personales, se organizaba su vida, una vida más o menos cómoda en la práctica de unas virtudes consideradas indispensables para alcanzar, sin demasiado esfuerzo, una posición discreta en el nuevo mundo.

         En el otro mundo, porque en éste, cuando el número de monjas “pasase de cuarenta es muy mucho y todo baratería; unas a otras se estorbarán para que no se haga cosa buena”. Teresa encontró muchas amigas entre las ciento ochenta monjas de la Encarnación para ayudarla a tropezar y caer, pero para levantarse se encontró sola.

 ¿Quién se hubiese atrevido a reprocharle el número de horas que pasaba en el locutorio? Era lo normal. Su conducta era perfectamente “lícita” para sus hermanas, sus superioras y su confesor.

Ahora bien, para ella no era esa la cuestión. Lo importante era lo que había ocurrido con su ansia de actos heroicos, con su impulso hacia la santidad. Cuando Teresa se reprochaba el obrar como las demás, actuaba consigo misma con la exigencia que el deportista que se maldice porque ha bebido una copa de licor que pone en peligro su buena forma, mientras que al que no aspira a ningún record no le importa beber sin tino.
“¡Oh, grandísimo mal, grandísimo mal de religiosos!; a donde no se guarda religión… la mocedad, la sensualidad y el demonio los convidan e inclinan a seguir algunas coas que son del mismo mundo…”

“Por una parte me llamaba Dios; por otra yo seguía al mundo. Parece que quería concertar estos dos contrarios, tan enemigo uno de otro, como es vida espiritual y contentos y gustos y pasatiempos sensuales.” Teresa viviría más de veinte años entre el mundo y Dios.


(La Vida de Santa Teresa de Jesús, Arcaduz).

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