Si se
excluyen monjas fervorosas, el monasterio de la Encarnación parecía más bien
una pensión de señoritas en la que cada una, con arreglo a su fortuna, su rango
y sus encantos personales, se organizaba su vida, una vida más o menos cómoda
en la práctica de unas virtudes consideradas indispensables para alcanzar, sin
demasiado esfuerzo, una posición discreta en el nuevo mundo.
En el
otro mundo, porque en éste, cuando el número de monjas “pasase de cuarenta es
muy mucho y todo baratería; unas a otras se estorbarán para que no se haga cosa
buena”. Teresa encontró muchas amigas entre las ciento ochenta monjas de la
Encarnación para ayudarla a tropezar y caer, pero para levantarse se encontró
sola.
¿Quién se hubiese atrevido a reprocharle el número de
horas que pasaba en el locutorio? Era lo normal. Su conducta era perfectamente
“lícita” para sus hermanas, sus superioras y su confesor.
Ahora bien, para ella no
era esa la cuestión. Lo importante era lo que había ocurrido con su ansia de
actos heroicos, con su impulso hacia la santidad. Cuando Teresa se reprochaba
el obrar como las demás, actuaba consigo misma con la exigencia que el
deportista que se maldice porque ha bebido una copa de licor que pone en
peligro su buena forma, mientras que al que no aspira a ningún record no le
importa beber sin tino.
“¡Oh, grandísimo mal,
grandísimo mal de religiosos!; a donde no se guarda religión… la mocedad, la
sensualidad y el demonio los convidan e inclinan a seguir algunas coas que son
del mismo mundo…”
“Por una parte me llamaba
Dios; por otra yo seguía al mundo. Parece que quería concertar estos dos
contrarios, tan enemigo uno de otro, como es vida espiritual y contentos y
gustos y pasatiempos sensuales.” Teresa viviría más de veinte años entre el
mundo y Dios.
(La Vida de Santa Teresa de
Jesús, Arcaduz).
No hay comentarios:
Publicar un comentario