Antonio
se vio envuelto en el torbellino, y lo mismo que la niña había convencido a
Rodrigo para que la acompañara al martirio, así le convenció para que dejara la
casa paterna al mismo tiempo que ella y entrara en los dominicos cuando ella se
uniera a su amiga Juana Suárez en el convento de la Encarnación.
Una de las mañanas de Octubre de 1535, cuando la tenue aurora
rozaba las cimas de los árboles del jardín familiar, salió de su alcoba sin
consentirse mirar atrás, caminando con paso de lobo y deteniendo la respiración
delante de los dormitorios donde su padre y sus hermanos dormían aún. Antonio, su hermano de 15 años,
le ayudó a correr sigilosamente los cerrojos de la pesada puerta de entrada,
a abrirla, y luego a sujetarla para que
ella se cerrase sin ruido sobre todo lo que dejaban detrás de ella. Era para
siempre, y Teresa lo notaba por su desgarramiento.
“Acuérdaseme, a todo mi parecer, y con
verdad, que cuando salí de casa de mi padre, no creo será más el sentimiento
cuando me muera; porque me parece cada hueso se me apartaba por sí, que, como
no había amor de Dios que quitarse el amor de padre y parientes, era todo
haciéndome una fuerza tan grande, que si el Señor no me ayudara, no bastaran
mis consideraciones para ir adelante. Aquí me dio ánimo contra mí, de manera
que lo puse por obra”.
Y así fue como Doña Teresa de Ahumada y
Cepeda se entregó a su celestial Esposo en un matrimonio de conveniencia.
(La Vida de Santa Teresa de Jesús, Arcaduz).
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