Un día
del año 1533, al pasar por el oratorio, Teresa vio el busto de un Ecce
Homo que acababan de dejar allí. “Era una imagen de Cristo muy
llagado, y tan devota que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque
representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal
que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece se me partía, y
arrojéme cabe él con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me
fortaleciese ya de una vez para no ofenderle”.
Aquel Ecce Homo lleno de sangre y heridas, le reveló su
pequeñez. Sólo Dios podía ayudarle; de allí no se movería hasta recibir una
respuesta. Jesús, después de haber dado tantos aldabonazos en vano, penetró
aquel “recio corazón”. Teresa va a descubrir que su amor “es sobre todos los
gozos de la tierra y sobre todos los deleites y sobre todos los contentos”.
(La Vida de Santa Teresa de
Jesús, Arcaduz).
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