Cada vez más fervorosa, caldeada ya por la llama del amor
divino, se dispuso a exigirse todo de sí misma. Durante unas semanas pudo
llegar a pensar que ya había hecho bastante dejando el mundo y a la familia y
que desde aquel momento ya no tendría más luchas; pero después se dio cuenta de
que su paz se asemejaba a la de una mujer que se acuesta tranquila tras haber
corrido los cerrojos de las puertas sin percatarse de que tiene los ladrones
dentro de casa: “ya sabéis que no hay peor ladrón, pues quedamos nosotras
mismas”.
Decidió rectificar su conducta, al comprender que no existe
progreso en la vida espiritual mientras no amemos al prójimo más que a nosotros
mismos.
Había una religiosa afectada por una enfermedad tan repugnante
que daba horror cuidarla. Teresa se hizo su enfermera para forzar el cielo y
transformó en compasión su repugnancia ante aquel vientre ulceroso que despedía
una mezcla de pus, sangre y excrementos. El hedor era tal que se le revolvía el
estómago y tenía que alejarse para vomitar, pero al cabo de unos instantes
volvía sonriente.
Pensaba que al convento se iba “a morir por Cristo y no a
regalarnos por Cristo”. La vida le parecía tan dura que llegó a reafirmarse en
el razonamiento de su infancia: el martirio era, sin duda, el medio más barato de ganar el cielo.
(La Vida de Santa Teresa de Jesús, Arcaduz).
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