domingo, 26 de abril de 2015

Es Dios quien llama y lo hizo desde la eternidad

Todos hemos sido llamados—cada uno de un modo concreto—para ir y dar fruto. Los discípulos fueron elegidos por el Maestro, no se presentaron voluntarios, al menos en su inicio, porque la amistad que ofrece Jesús es completamente gratuita. Y el que se siente querido de Jesús también se siente a su vez obligado a ser un discípulo fiel y activo.
Y esto es dar fruto.
 En la raíz de toda vocación no se da una iniciativa humana o personal con sus inevitables limitaciones, sino una misteriosa iniciativa de Dios. Desde la eternidad, desde que comenzamos a existir en los designios del Creador y El nos quiso criaturas, también nos quiso llamados, preparándonos con dones y condiciones para la respuesta personal, consciente y oportuna a la llamada de Cristo o de la Iglesia. ¡Dios que nos ama, que es Amor, es “El quien llama”!.
La vocación es un misterio que el hombre acoge y vive en lo mas íntimo de su ser. Depende de su soberana libertad y escapa a nuestra comprensión. No tenemos que exigirle explicaciones, decirle: “¿por qué me haces esto?”, puesto que Quien llama es el Dador de todos los bienes.

Por eso ante su llamada, adoramos el misterio, respondemos con amor a su iniciativa amorosa y decimos sí a la vocación. Experimentar la vocación es un acontecimiento único, indecible, que sólo se percibe como suave soplo a través del toque esclarecedor de la gracia; un soplo del Espíritu Santo que, al mismo tiempo que perfila de verdad nuestra frágil realidad humana, enciende en nuestros corazones una luz nueva. Infunde una fuerza extraordinaria que incorpora nuestra existencia al quehacer divino.
(S. Juan Pablo II)

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