jueves, 23 de abril de 2015

D. Cafasso

Era el segundo domingo de octubre de 1827 y celebraban los habitantes de Murialdo la maternidad de la Stma. Virgen, solemnidad principal de la población. Unos estaban en las faenas de la casa o de la iglesia, mientras otros se convertían en espectadores o tomaban parte en juegos y pasatiempos diversos.

A uno solo vi alejado de todo espectáculo. Era un clérigo pequeño de estatura, de ojos brillantes, aire afable y rostro angelical. Se apoyaba contra la puerta de la iglesia. Quedé como subyugado con su figura, y aunque yo rozaba apenas los doce años, sin embargo, movido por el deseo de hablarle, me acerqué y le dije:

-Señor cura, ¿quiere ver algún espectáculo de nuestra fiesta? Yo le acompañaré con gusto adonde desee.

Me hizo una señal para que me acercase y empezó a preguntarme por mis años, por mis estudios; si había recibido la primera comunión, con qué frecuencia me confesaba, adónde iba al catecismo y cosas semejantes. Quedé como encantado de aquella manera edificante de hablar; respondí gustoso a todas las preguntas; después, casi para agradecer su amabilidad, repetí mi ofrecimiento de acompañarle a visitar cualquier espectáculo o novedad.
-Mi querido amigo –dijo él-: los espectáculos de los sacerdotes son las funciones de la iglesia; cuanto más devotamente se celebran, tanto más agradables resultan. Nuestras novedades son las prácticas de la religión, que son siempre nuevas, y por eso hay que frecuentarlas con asiduidad; yo sólo espero a que abran la iglesia para poder entrar.

Me animé a seguir la conversación y añadí:

-Es verdad lo que usted dice; pero hay tiempo para todo: tiempo para la iglesia y tiempo para divertirse.

Él se puso a reír. Y terminó con estas memorables palabras, que fueron como el programa de las acciones de toda su vida:

-Quien abraza el estado eclesiástico se entrega al Señor, y nada de cuanto tuvo en el mundo debe preocuparle, sino aquello que puede servir para la gloria de Dios y provecho de las almas.

Entonces, admiradísimo, quise saber el nombre del clérigo, cuyas palabras y porte publicaban tan a las claras el espíritu del Señor. Supe que era el clérigo José Cafasso, estudiante de primer curso de teología, del cual ya había oído hablar en diversas ocasiones como de un espejo de virtudes.


(Memorias del Oratorio, San Juan Bosco)


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