¡Qué
tonto que soy!- se dijo el joven Roberto-. Siempre se me escapan los
pensamientos más íntimos, tanto en la escuela como en el juego, y ahora delante
de mi padre. ¿Cuándo aprenderé a callarme?
Al
abrir la pesadísima puerta de roble macizo, la voz sonora y tonante del
Teodorico, el señor del castillo, penetró en la estancia. Roberto se movió
intranquilo. Aquel gigante que era su padre le atemorizaba. Sabía que su
comentario no le habría sido grato y tendrían que dar cuenta de él antes de
terminar la noche. Durante un buen rato permaneció apretando su frente contra
la ventana. De pronto se enderezó y se dijo:
-
¡Bueno! Mantendré lo dicho. Alguna vez tendría que salir a la luz la verdad. Lo
mismo da esta noche que otro día…
Apenas
terminó esta frase cuando Teodorico, su padre,
interrumpió en la sala, exclamando con su gran voz:
-
Roberto, hijo mío, has hecho a tu primo una observación que no he comprendido. Quisiera
comprenderla, hijo, y comprenderla del todo. ¿Qué has querido decir con eso de
que nunca serás armado caballero?
Roberto
se agarró nervioso a la mesa. De cualquier manera y de cualquier punto de vista
que se le mirara, su padre era un hombre de extraordinaria corpulencia; pero
visto en aquel momento su figura parecía mayor que nunca. Roberto sentía la
garganta terriblemente seca. Sabía que toda la ilusión de su padre se cifraba
en el día en que su único hijo fuese armado caballero; sabía que soñaba con el
momento en que ambos pudieran dirigirse juntos a un torneo o a la guerra. Como
no dudaba del cariño de su padre, Roberto no temía sus relámpagos de furor,
pero le acongojaba la idea del dolor que iba a producir a aquel bondadoso
gigante al decirle la verdad. Teodorico interrumpió sus pensamientos con
impaciencia:
- Bueno, ¿qué?…
Roberto
con su mirada firme respondió:
-
Señor, dije lo que siento. Yo nunca seré armado caballero porque conozco una
forma de caballerosidad más noble y elevada.
-
No sé cuál podrá ser -replicó Teodorico sondeando con sus ojos negrísimos los
ojos pardos de su hijo.
-
La forma más elevada de caballerosidad en este mundo señor. ¡La caballerosidad
de ser generoso con Dios!
(Tres
monjes rebeldes, P. Raymond).
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