A
veces, Teresa se encaminaba con la imaginación al monasterio de las carmelitas
mitigadas, el de la Encarnación, donde había tomado el hábito su amiga Juana
Suárez.
Teresa vivió en Nuestra Señora de
Gracia un año y medio de lucha interior: “El espíritu le pedía ser monja y el
sentido le apartaba de ello… y aun peleaban en su pecho como en estacada o
pelea”.
En todo eso no entraba en juego el amor
de Dios. Teresa sopesaba las posibilidades de sufrir lo menos posible en este
mundo y alcanzar el paraíso, ya fuese religiosa o casada.
Si no hubiese nacido mujer, no hubiese
dudado en optar por el estado religioso que le habría permitido ir a
evangelizar las tierras americanas recién descubiertas. Lo que la inquietaba
todavía de la vida monástica eran aquellas puertas cerradas “para siempre”, la
angustia de pensar que el solo hecho de renunciar a vivir le causaría tal
amargura que perdería también el cielo.
Tales combates a los dieciséis años,
tan atroces luchas, una tensión nerviosa continua, tanto ajetreo del corazón
destrozaron su salud. Al final del invierno cayó enferma y tuvo que volver a
casa de su padre.
(La Vida de Santa Teresa de Jesús, Arcaduz).
No hay comentarios:
Publicar un comentario