La
decisión de vencerse estaba tomada, pero la lucha interior no cesaba. Teresa
argumentaba consigo misma: “que los trabajos y pena de ser monja no podían ser
mayor que la del purgatorio, y que yo había bien merecido el infierno; que no
era mucho estar lo que viviese como en el purgatorio, y que después me iría
derecha al cielo, que éste era mi deseo”. Pero al mismo tiempo, “poníame el
demonio que no podría sufrir los trabajos de la Religión, por ser tan
regalada”… “A esto me defendía con los trabajos que pasó Cristo, porque no era
mucho yo pasase algunos por Él; que Él me ayudaría a llevarlos”. “Pasé hartas
tentaciones estos días… más me parece me movía un temor servil que amor”.
Por fin decidió declarar a su padre su voluntad
de entrar en religión; algo que para ella era tan decisivo como tomar el
hábito, “porque era tan honrosa que me parece que no tornara atrás por ninguna
manera, habiéndolo dicho una vez”. Así fue como el puntillo de honra dio a
Teresa de Ahumada la fuerza que no lograba encontrar aún en el amor de Dios.
(La Vida de Santa Teresa de Jesús, Arcaduz).
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