La primera ocupación que S. Ignacio tomó para sí, y enseñó a
sus compañeros, era lo que llamaban trato con los prójimos, en las tres formas
de conversación espiritual. Ejercicios y predicación. La materia y el espíritu
de estos tres ministerios eran substancialmente idénticos; la forma literaria
tampoco era tan diferente como veremos ahora, después que la predicación se ha
vuelto presuntuosa y llena de palabrería. Aquellos hombres vivían de la
santidad, y daban a los demás, por contagio, lo que les brotaba del alma.
Ignacio, hablando del gran concurso que tenían en sus predicaciones, da, entre
otras, una razón que no entenderán esos llamados “oradores”, la cual queremos
poner aquí a la letra: “La tercera razón, dice, porque no tenemos juicio, por
muchas experiencias, que el Señor nuestro, por la su infinita y suma bondad, no
nos olvida, y a otros muchos por nosotros, tan bajos y sin ninguna cuenta,
ayuda y favorece”. Ya nos ha dicho el P. Ribanedeira cómo Ignacio no decía
palabra bien dicha en italiano; pero cuando, al final del sermón, alzaba la voz,
y clamaba que habían de amar a Dios de todo corazón, con todas las fuerzas, con
toda el alma y la vida, todos caían de rodillas, penetradas de devoción, y
muchos hechos un mar de lágrimas. Pues lo mismo proporcionalmente dice de sus
compañeros, tanto por lo que toca a la ignorancia de la lengua, a los
principios de su estancia en Italia, como en lo que se refiere a la eficacia
divina del espíritu. El pueblo de Portugal, con un instinto recto y
clarividente, les llama los apóstoles.
(S. Ignacio de Loyola, P. Casanova).
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