Conviene notar algunas circunstancias de este ministerio de la
palabra, tal como se inauguró en la Compañía. Primero, que era de todos y
siempre. Ignacio, que gobernaba; Fabro, que iba enviado del Papa a Parma, a
Alemania y a España; Salmerón y Broet, Nuncios pontificios en Irlanda; Laínez y
Salmerón, grandes teólogos en el Concilio de Trento; Bobadilla, delegado en las
Dietas imperiales; todos miraban como su primero y esencial ministerio la
predicación apostólica.
Lo segundo, que aquellos hombres ni se ataban ni se dejaban
atar nunca en materia de predicación, o, en otras palabras, no eran regidos por
los ministerios que otros les impusiesen, sino que predicaban donde y cuando
les parecía bien. Por esto renunciaron a toda suerte de estipendio, para tener
toda la libertad apostólica.
Lo tercero, que su principal ministerio era siempre de
humildad: los niños de la calle, llamados con una campanilla, los pobres
enfermos de los hospitales. A los que fueron al Concilio de Trento mandó S.
Ignacio que, antes de decir su parecer en aquella asamblea, evangelizasen a los
pobres según la norma evangélica.
Lo cuarto, finalmente, que sentían vivísimamente que toda vida
espiritual viene de la unión con Jesucristo, por lo cual el fin y término de
toda su predicación era llevar la gente a los sacramentos. Ahora no nos parece
esto gran maravilla, pero entonces era una novedad prodigiosa.
(S. Ignacio de Loyola, P. Casanova).
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