miércoles, 20 de mayo de 2020

Tan raro como el cometa Halley S. Maximiliano Kolbe (IV)


Era dulce y bondadoso: lo ridiculizaron. Era una mente superior: lo ignoraron. Le llaman “hermano Mermelada”. Bromeaban sobre sus ambiciones misioneras, desmesuradas; sobre su piedad hacia la Inmaculada, que les parecía exagerada y carente de base teológica. Un soñador, un quimérico, algo simplón: esta es la idea que se hacían de aquella bomba espiritual cuya mecha comenzaba a arder. 

Y es que la mayoría de los cristianos hace tiempo que han dividido su religión en dos partes: en una están la tierra, sus leyes, sus usos y convencionalismos que, junto a algunos principios de moral cristiana ampliamente edulcorados de indulgencia, forman la base de un concepto razonable de la existencia; en otra parte, el cielo, lo que se llama gustosamente “el más allá” para mejor hacer comprender que no está aquí y que, aunque se crea y se piense en él es objeto de un continuo aplazamiento”. Esta separación de cielo y tierra, que viven cada uno su vida en su propio universo y que no se suelen encontrar más que los días de fiesta, es una antigua catástrofe metafísica completamente inadvertida por los historiadores y que nos ayuda a entender la razón de que la cristiandad no haya conseguido llegar a ser realmente cristiana. 


Kolbe no practicaba este género de dicotomía; sin embargo, la visión unitiva de este hombre, que rezaba al tiempo que exponía sus argumentos, resultaba extravagante para los que no sentían la misma atracción por lo divino. Los “peregrinos de lo absoluto” son tan raros como el cometa Halley; y a los que los observan cuando cruzan por nuestra atmósfera no se les ocurre la idea de seguirlos. 

(No olvidéis el amor. La pasión de S. Maximiliano Kolbe, Arcaduz)

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