viernes, 14 de octubre de 2016

Los tres clavos del misionero. P. Segundo Llorente (XIX)


Al afortunado, a quien le quepa en suerte ser escogido por uno de los “doce”, le espera una vida de cruz a la cual le sujetan tres clavos, a cual más fuertes, y son estos: 

1. La lengua. Aquella memoria feliz de la adolescencia se ha atrofiado por el uso del raciocinio en los días maduros, y cuesta muchos sudores y esfuerzos retener palabras como tekteljounga, ajanajkagolok, talluyaijtoveagameaut y otras dos mil por el estilo. 

En los viajes, por la calle, en las casas y sobre todo en la iglesia, se encuentra el misionero cara a cara con las almas, en las que tanto soñó, pero aquellas almas allí presentes se encuentran a cien leguas de él, no se entienden; ni siquiera les puede hablar. 

2. El desencanto. No se viene a ser javieres legendarios en busca de reinos, que se ganarán infaliblemente para la cruz con solo caminar de ciudad en ciudad con el crucifijo en alto, ni espere nadie que se le canse el brazo de bautizar como el apóstol de las Indias. 

El misionero del siglo XX tiene que contestarse tal vez con enseñar griego o latín a los chicos indígenas, amigos de recreo y vacaciones, o con escribir artículos de apologética en una revista del país, o con visitar un distrito vastísimo, cuyas distancias le roban en viajes una tercera parte del tiempo. Al cabo de un año de fatigas sin cuento no se han bautizado arriba de treinta o cincuenta o tal vez ciento.

(P. Segundo Llorente, 40 años en el Círculo Polar)

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