Teodorico
continuaba la conversación con su hijo.
-
Dios no te ha hecho manifestaciones personales y directas de ninguna clase
acerca de tu vocación… ¿No sabes que prácticamente todos nos hemos visto
asaltados por esa ocurrencia en alguna época de nuestra juventud? Tienes los
hombros demasiado anchos y los muslos demasiado fuertes para ocultarlos con una
cogulla, muchacho. Dios te ha proporcionado un magnífico cuerpo de guerrero.
-
¿Acaso el claustro es sólo para los enclenques? -se atrevió a objetar Roberto,
desafiante.
-
Claro que no -se apresuró a responder su padre-. Pero los verdaderos guerreros
son para el mundo -añadió tratando de estimular el orgullo de su hijo,
exaltando la profesión de las armas-. Tú serás un gran guerrero. Me lo dicen
tus ojos. Tienes algo más que una espléndida presencia física. ¡Posees el fuego
en el alma! Pero vamos, vamos… Se está haciendo tarde y es hora de que los
jóvenes descansen. ¡Ya se te pasará esa fantasía!...
-
Señor -exclamó de pronto Roberto-, no son fantasías y no se pasarán. ¡Yo no soy
un niño!
El
joven temblaba. Su semblante aparecía más encendido que nunca, y dejó la
estancia.
(Tres
monjes rebeldes, P. Raymond).
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