jueves, 6 de agosto de 2015

Sacerdote para la eternidad (III)

Todas esas consideraciones pueden aumentar, como os decía, los motivos de extrañeza. Algunos continuarán quizá preguntándose: ¿por qué esa renuncia a tantas cosas buenas y limpias de la tierra, a tener una ocupación profesional más o menos brillante, a influir cristianamente con su ejemplo en la sociedad desde el ámbito de la cultura profana, de la enseñanza, de la economía, de cualquier otra actividad ciudadana? Otros recordarán cómo hoy, en no pocos sitios, serpea una notable desorientación sobre la figura del sacerdote; se charlotea de que es preciso buscar su identidad y se pone en duda el significado que, en las circunstancias actuales, reúne ese darse a Dios en el sacerdocio. Finalmente, también podrá sorprender que, en una época en la que escasean las vocaciones sacerdotales, surjan entre cristianos que ya habían resuelto -gracias a una labor personal exigente- los problemas de colocación y trabajo en el mundo.

Comprendo esa extrañeza, pero no sería sincero si asegurara que la comparto. Estos hombres que, libremente, porque les da la gana -y es ésta una razón bien sobrenatural- abrazan el sacerdocio, saben que no hacen ninguna renuncia, en el sentido en el que ordinariamente se emplea esta palabra. Ya se dedicaban -por su vocación al Opus Dei- al servicio de la Iglesia y de todas las almas, con una vocación plena, divina, que les llevaba a santificar el trabajo ordinario, a santificarse en ese trabajo y a procurar, con ocasión de esa tarea profesional, la santificación de los demás.


(Homilía de S. José María Escrivá de Balaguer)


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