Todas
esas consideraciones pueden aumentar, como os decía, los motivos de extrañeza.
Algunos continuarán quizá preguntándose: ¿por qué esa renuncia a tantas cosas
buenas y limpias de la tierra, a tener una ocupación profesional más o menos
brillante, a influir cristianamente con su ejemplo en la sociedad desde el
ámbito de la cultura profana, de la enseñanza, de la economía, de cualquier
otra actividad ciudadana? Otros recordarán cómo hoy, en no pocos sitios, serpea
una notable desorientación sobre la figura del sacerdote; se charlotea de que
es preciso buscar su identidad y se pone en duda el significado que, en las
circunstancias actuales, reúne ese darse a Dios en el sacerdocio. Finalmente,
también podrá sorprender que, en una época en la que escasean las vocaciones
sacerdotales, surjan entre cristianos que ya habían resuelto -gracias a una
labor personal exigente- los problemas de colocación y trabajo en el mundo.
Comprendo
esa extrañeza, pero no sería sincero si asegurara que la comparto. Estos hombres
que, libremente, porque les da la gana -y es ésta una razón bien sobrenatural-
abrazan el sacerdocio, saben que no hacen ninguna renuncia, en el sentido en el
que ordinariamente se emplea esta palabra. Ya se dedicaban -por su vocación al
Opus Dei- al servicio de la Iglesia y de todas las almas, con una vocación
plena, divina, que les llevaba a santificar el trabajo ordinario, a
santificarse en ese trabajo y a procurar, con ocasión de esa tarea profesional,
la santificación de los demás.
(Homilía
de S. José María Escrivá de Balaguer)
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