Cuando
Dios invita, su invitación tiene una característica: ensancha el corazón. ¡Dios
no agobia nunca! Cuando invita, abre el corazón, pone un anhelo. Puede ser que
yo note que me cuesta, por otro lado; pero hay un empuje, un ensanchamiento, el
corazón se dilata. Y cuando uno conoce este lenguaje, esta experiencia, percibe
cómo las almas aun sin saberlo lo describen. El Papa en su Encíclica hablando
de la Virgen una y otra vez la presenta con esta característica del corazón
abierto, por ejemplo, dice así: “María, que por la eterna voluntad del Altísimo
se ha encontrado en el centro mismo de aquellos inescrutables caminos y de los
insondables designios de Dios, se conforma a ellos en la penumbra de la fe,
aceptando plenamente y con un corazón abierto todo lo que está dispuesto en el
designio divino”.
Esta palabra, “corazón abierto”, es
como la indicación de la acción de Dios. ¡Dios ensancha el corazón! ¡Dios no es
minucioso, no es agobiante! Dios cuando interviene ensancha el ser, desde el
fondo lo dilata, lo abre al amor.
Sólo el amor abre, sólo el amor ensancha de verdad el fundamento de nuestro
ser. Nosotros somos los minuciosos, Él es leal. Y cuando ve en nosotros lealtad
y nobleza, Él se porta como caballero. Debemos decir así: “Jesucristo es un
caballero siempre y se porta como caballero”. El Señor no tolera la doblez en
nuestra vida: esa especie de querer estar en comunión con Él y seguir el camino
de las tinieblas y del mundo, esa duplicidad, esa ambigüedad no la tolera. La
doblez, ¡la aborrece! Él dice: “Que tu ojo sea sencillo. Si tu ojo es sencillo,
todo tu cuerpo será luminoso”, Es vivir de verdad nuestra fe, a eso tenemos que
tender. Es lo que vemos en la Virgen: una vivencia de fe.
(Con María, P. Mendizábal).
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