No busquemos nada más que lo que ella misma confiesa sobre ese
amor de la adolescencia del que se arrepintió amargamente. Se acusa del deleite
que encontraba en las conversaciones con una prima poco escrupulosa en la
elección de las diversiones y con la que compartía su afición por las
vanidades. Don Alonso y la sensata hermana mayor protestaban inútilmente contra
esa amistad. “Mi sagacidad para cualquier cosa mala era mucha”, confiesa
Teresa.
“Mi malicia para el
mal bastaba, junto con tener criadas, que para todo mal hallaba en ellas buen
aparejo. Que si alguna fuera en aconsejarme bien, por ventura me aprovechara;
mas el interés les cegaba, como a mí la afección”. “Y pues nunca era inclinada
a mucho mal, porque cosas deshonestas naturalmente las aborrecía, sino a
pasatiempos de buena conversación; mas puesta en la ocasión, estaba en la mano
el peligro, y ponía a él a mi padre y hermanos. De los cuales me libró Dios de
manera que se parece bien procuraba contra mi voluntad que del todo no me
perdiese”.
Teresa tiene su
excusa para esos amores secretos: su mismo confesor y muchas otras personas
virtuosas no veían mal alguno en el sentimiento que la inclinaba hacia aquel
joven: “era el trato con quien por vía de casamiento me parecía podía acabar
bien”.
Un primo enamorado,
una prima y unas criadas cómplices: esto es lo que ella confiesa.
Verdad es que a
Teresa sólo le atrae lo que permanece “para siempre, para siempre”.
La boda de su
hermana María dio lugar a festejos, y Teresa, aunque enamorada, se asombró del
placer que le producía que la admirasen y sufrió viendo a su caballero
galantear a otras invitadas.
(La Vida de Santa Teresa de Jesús, Arcaduz).
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