Nuestra Señora de Gracia era el convento más prestigioso de Ávila.
La alcurnia de las religiosas estaba a la altura de su fervor y su austeridad.
La maestra de las jóvenes seglares, Doña María de Briceño, no las dejaba ni de
día ni de noche; compartía su dormitorio, las acompañaba a la capilla y no se
alejaba de ellas en el locutorio. Además de su santidad, debía tener un encanto
extraordinario, ya que, a pesar de su severidad, las alumnas la adoraban.
¿Qué puede la
vigilancia de una santa frente a la astucia de una joven dolida por su
encierro? “Los primeros ocho días sentí mucho, y más la sospecha que tuve se
había entendido la vanidad mía que no de estar allí; porque ya yo andaba
cansada, y no dejaba de tener gran temor de Dios cuando le ofendía, y procuraba
confesarme con brevedad. Traía un desasosiego que en ocho días, y aún creo
menos, estaba muy más contenta que en casa de mi padre”.
Sin embargo, la
idea de ser monja ni se le ocurría, porque era “enemiguísima de ser monja”,
aunque disfrutaba viviendo en un ambiente en el que la piedad y la discreción
se le hacían amables. María de Briceño
aprovechó esta circunstancia: “Comenzó esta buena compañera a desterrar las costumbres
que había hecho la mala, y a tornar a poner en mi pensamiento deseo de cosas
eternas” Y añade: “y a quitar algo de la enemistad que traía con ser monja”.
(La Vida de Santa Teresa de Jesús,
Arcaduz).
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