Hacía dos meses que iba de fiesta en fiesta. ¿Qué sucedió
entonces? Que Don Alonso decidió encerrar a su hija Teresa en un convento. Dio
para ello una buena razón: Su hermana mayor acaba de marchar y no era correcto
que tomase parte en los festejos sin ir acompañada. ¿Pensaría que aquellos
primos con sus ropas de gala, jubones de terciopelo, mangas huecas y fruncidas,
resultaban demasiado seductores para que un padre honesto pudiera dormir tranquilo?
Teresa nos lo dice: “Era tan demasiado el amor que mi padre me tenía y la mucha
disimulación mía, que no había de creer tanto mal de mí, y así no quedó en
desgracia conmigo. Como yo temía tanto a la honra, todas mis diligencias eran
que fuese secreto”.
Adioses secretos
también. Teresa derrama lágrimas que ella supone que son de desesperación, pero
llora también cuando tiene que despojarse del collar de oro de cuatro vueltas
que tanto le gusta, de las sortijas y pulseras, de los largos pendientes que
tendrá prohibido lucir de ahora en adelante, y esta semejanza entre el dolor de
su corazón y el de su vanidad la deja desconcertada.
Tenía dieciséis años
cuando ingresó en el convento de las agustinas de Nuestra Señora de Gracia.
(La Vida de Santa Teresa de Jesús, Arcaduz).
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