miércoles, 8 de junio de 2016

Ordenación. Santo Cura de Ars (XII)


Por fin llegó el día deseado por el ordenando lionés. Mons. Simón entraba en la iglesia de los Mínimos con muy sencillos ornamentos. Era un prelado profundamente piadoso, lleno de afecto y de condescendencia. Se le hizo presente que le habían molestado por muy poca cosa: ¡una sola ordenación y de un seminarista forastero! 

El anciano obispo contempló un momento al diácono de ascético aspecto, a quien no acompañaba ni un familiar, ni un solo amigo. “No es trabajo –replicó con grave sonrisa- ordenar un buen sacerdote”.

Incapaz de poder expresar las emociones de aquella mañana celestial, el Rdo. Vianney no las reveló a nadie. Pero después, cuando hablara en sus catequesis de la sublime dignidad del sacerdocio revivirán en él impresiones de aquel 13 de agosto de 1815: “¡Oh, el sacerdote es algo grande! No, no se sabrá lo que es sino en el cielo. Si lo entendiéramos en la tierra, moriría uno, no de espanto, sino de amor”.

A la edad de veintinueve años, después de tantas incertidumbres, de tantos fracasos, de tantas lágrimas, Juan María Vianney veía abiertas las puertas del santuario; ¡por fin subiría al altar del Señor! Desde el momento de su ordenación se consideró en cuerpo y alma como un vaso sagrado destinado exclusivamente al ministerio divino.

Cuando era muy joven y vivía con su madre había dicho un día entre suspiros: “Si fuese sacerdote, querría ganar muchas almas”. Las almas, pues, ya le aguardaban.

(El Santo Cura de Ars, Arcaduz)

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