jueves, 8 de enero de 2015

La mirada del crucifijo. San Juan Bosco (IX).

         Pasaron los años en el Oratorio. También llegó para Margarita Occhiena la hora del desfallecimiento y la amargura. Los chicos no paraban de hacer travesuras. Lo que acabó con su larga paciencia fue el destrozo de su huerto que le hicieron un día los jovenzuelos.

         Mamá Margarita se presentó, llorosa, en el despacho de su hijo:

--Escúchame, Juan –dijo.

--Diga, madre.

--No puedo seguir más tiempo aquí. Me vuelvo a mi rinconcito de Becchi.

--¿Qué ha sucedido, madre?

--Pero ¿no lo ves, Juan? No paran de hacerme trastadas. Y cada día que pasa, es peor. Cortaron la cuerda que sostenía la ropa limpia y todo se vino abajo. Me han destrozado las coles, los repollos, las legumbres del huerto… Destrozan, jugando, las camisas; los pantalones ya no sé cómo remendarlos… Entran a la cocina y se llevan peroles, cazuelas, y yo me vuelvo loca buscándolos. Yo pierdo la cabeza aquí. ¡Ay mi casita de Becchi! Me voy, Juan. Quiero morir en paz.

         Juan dejó que su madre se desahogase. Luego juntó sus manos, las apretó con las suyas y, en silencio, con la mirada, le mostró un crucifijo que pendía de la pared.

--Tienes razón, Juan –repuso la buena Margarita- Él padeció más, mucho más por nosotros.

         Deshizo allí mismo su hatillo. Y se quedó con el hijo hasta su muerte.


         (Don Bosco, un amigo del alma).


No hay comentarios:

Publicar un comentario