martes, 27 de enero de 2015

Comentario del Evangelio Jn. 1, 35-42


San Juan Evangelista no ofrece en el capítulo uno, versículos del treinta y cinco al cuarenta y dos de su evangelio lo esencial de la vocación.

En primer lugar, en la vocación encontramos una revelación de amor, algo que aparece en nuestras vidas y mueve nuestra inteligencia, nuestra voluntad y todos nuestros afectos a ir tras eso que se nos revela. En este evangelio eso se observa en las palabras del Bautista cuando dice: “éste es el Cordero de Dios”. El cordero es signo de bondad, ternura, humildad, mansedumbre, docilidad, paz. Estas cosas son anheladas por el hombre que busca amar. A san Juan y a san Andrés en esas palabras se les revela la bondad que tanto buscan y les atrae irresistiblemente.



En segundo lugar está el momento del conocimiento íntimo. La bondad de Cristo nos atrae y queremos conocerle. Ellos hablan con Jesucristo, ven dónde y cómo vive… conviven con Él, lo conocen íntimamente. Esto no es otra cosa que tener vida interior, vida de oración, dedicar tiempo a hablar con Dios, a conocerle, a escucharle. Dios habla en la oración, y habla al corazón. Y así se confirma el anhelo despertado en los discípulos por las palabras “éste es el Cordero de Dios”. Es el momento de decir: Sí, éste es el amor de mi vida. Quiero vivir con y para él. Cristo sacia todos mis deseos. Y es tan potente este amor que es imposible olvidarlo, incluso se nos quedan grabados hasta los más pequeños detalles.

El tercer momento es la comunicación de ese amor, de esa vocación. Y decimos al mundo con nuestras palabras y obras: “he encontrado al amado de mi alma”. El amor de Cristo me identifica tanto con Él que no tengo ojos para nadie más: pienso en Él, en lo que le agrada, en atenderlo, en cuidarlo, etc. Y como decíamos arriba, esto queda confirmado por mis palabras y mis obras, porque hablo de Él, actúo como a Él le gusta, en pocas palabras, vivo como Él vivió.


Toda vocación es una historia de amor, un amor esponsal entre Cristo y el alma. El sí de un corazón indiviso al amor infinito de Dios que nos llama a vivir con Él.

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