jueves, 18 de junio de 2020

La vida de reparación en el sacerdote


Preciso es que el sacerdote sea “otro Cristo”. Jesús es sacerdote y víctima; no es posible, pues, querer participar del sacerdocio de Cristo, sin participar de algún modo de su estado de víctima, en la medida determinada por la Providencia. Cuando el sacerdote sube las gradas del altar, lleva pintada a sus espaldas y sobre su pecho una cruz, que le trae a la memoria la del Salvador. 

Así lo comprendieron los grandes pastores de almas, que en tiempo de persecución dieron la vida por sus ovejas. Así lo interpretaron los sacerdotes santos, como un S. Bernardo, un Sto. Domingo, un S. Carlos Borromeo o el Cura de Ars, que ofrecía todos sus sufrimientos a favor de los fieles que se acercaban a él, al ofrecer el Cuerpo y la preciosa Sangre de nuestro Señor. 


“El sacerdote debe ser otro Cristo; pensando en la gruta de Belén, ha de ser humilde y pobre; y cuanto más lo sea, da a Dios más gloria y es más útil a su prójimo: el sacerdote debe ser un hombre despojado. Al acordarse del Calvario, ha de pensar en inmolarse hasta dar la vida. El sacerdote ha de ser un hombre crucificado. Pensando en el Tabernáculo, ha de recordar que es su deber darse sin cesar a los demás, y hase de convertir en un buen pan para las almas”. 

El P. Carlos de Foucauld, que se ofreció como víctima para sellar con su sangre su apostolado entre los Musulmanes, había escrito en un papel que llevaba siempre consigo: “Vivir como si hoy mismo debieras morir mártir. Cuando nos falta todo sobre la tierra es cuando más encontramos lo mejor que la tierra puede darnos: la cruz”. 

(Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior)

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