jueves, 23 de marzo de 2017

Soledad del sacerdote. P. Segundo Llorente (I)


Al sacerdote le envuelve de ordinario la soledad. Yo puedo afirmar que he vivido el sacerdocio a solas conmigo mismo. Todo párroco va por la calle llevando consigo secretos que han de ir al sepulcro con él. Conoce los secretos más tremendos, no para divulgarlos, sino para enterrarlos en su pecho y que allí se pudran. Su corazón, pues, es un sepulcro de pecados ajenos.

Nunca han de faltar feligreses rebeldes que sacuden el yugo de la ley de Dios. Feligreses viciosos cuya mera presencia en la parroquia es una invitación general a la apostasía. Feligreses que tienen sus delicias en jugar a salvarse o condenarse. Feligreses que apostatan y se pasan a la herejía o al cisma o vuelven al paganismo de donde vinieron.

El párroco los ve a todos y cada uno agitarse en ese flujo y reflujo de comportamiento fatal y sufre más que si le arrancasen los dientes en carne viva; porque sobre el oleaje de esas tragedias sobrenada el temor de si habrá sido por culpa suya, del párroco, por lo que abandonaron a Dios esos feligreses que tal vez él mismo bautizó.


En el libro segundo de los Reyes en tiempos del rey Yehu leemos que “por aquellos días empezó Dios a mirar con hastío a Israel”. Mucho antes había mirado Dios con tal hastío a los hombres, que los ahogó sin compasión en el diluvio. El párroco pasa por momentos de esos hastíos. Son los sudores de sangre del huerto de Getsemaní. Pero gracias a Dios esos momentos no son más que eso: momentos, situaciones de ánimo momentáneas, nubarrones negros que flotan, amenazan, descargan, pasan y desaparecen.

(P. Segundo Llorente, Cuarenta años en el Círculo Polar)

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