miércoles, 22 de febrero de 2017

Angustia. Santo Cura de Ars (XXXVI)


Las injurias de los hombres no fueron las únicas pruebas que el señor Vianney hubo de soportar durante los primeros años de su vida apostólica. Mientras que por de fuera le asediaba la malquerencia, en su interior sufría angustias de otra especie.

A pesar de su gran fe en la Providencia, la vista de lo que él llamaba su profunda miseria y las obligaciones de su cargo le inspiraban un gran temor de los juicios divinos… Llegó al punto de sentir como tentaciones de desesperación.

“¡Dios mío! –exclamaba entre gemidos-, haced que sufra cuanto os plugiere, pero concededme la gracia de que no caiga en el infierno!”. Y pasaba del temor a la esperanza y de la esperanza al temor.

Vióse en aquellas terribles situaciones de espíritu “en las que el alma no recibe consolación ni de las cosas de la tierra, a las que no tiene apego, ni de las cosas del cielo, donde no vive todavía”; esas horas de cruz, en las que se cree “abandonada de Dios totalmente y para siempre”. Era entonces sobre todo cuando deseaba huir e irse a cualquier soledad “a llorar su pobre vida”.


En verdad que la cruz que llevaba era muy dura. Mas después que comenzó a amarla, ¡cuán ligera le pareció!

“Sufrir amando –decía- no es sufrir… Huir de la cruz, por el contrario, es querer ser aplastado… Hemos de pedir el amor a las cruces; entonces es cuando son dulces. Yo lo he probado durante cuatro o cinco años; he sido muy calumniado y objeto de contradicción. ¡Ah! Llevaba cruces, tal vez más de las que podía. Entonces pedí el amor a la cruz y fui dichoso; ahora me digo: verdaderamente no hay felicidad sino en eso”.

De esta manera, aunque las más furiosas tempestades hubiesen asaltado su alma, no hubieran podido llegar a aquella cumbre, morada de la confianza y de la paz.

(El Santo Cura de Ars, Arcaduz)

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