jueves, 30 de octubre de 2014

Santa Teresa de Jesús (II)


Por fin decidió declarar a su padre su voluntad de entrar en religión. Dramática declaración. Alfonso Sánchez nunca pudo prever que aquella hija suya, que sólo le preocupaba por su excesiva afición al mundo, quisiera ahora dejarle: “Lo más que se pudo acabar con él fue que, después de muerto él, haría lo que quisiese”.
          Teresa hizo intervenir a amigos y parientes, pero ninguno logró convencerle. El que se había comprometido por contrato a entregar anualmente varias fanegas de trigo a los pobres se resistía a entregar a Dios a su hija preferida; su piedad no llegaba a la renuncia, su generosidad no cedía más que lo superfluo.
          Teresa, por su parte, se preguntaba si sería capaz de mantener su decisión de una manera inquebrantable: “Me temía a mí y a mi flaqueza”.
          Una de las mañanas de Octubre de 1535, cuando la tenue aurora rozaba las cimas de los árboles del jardín familiar, salió de su alcoba sin consentirse mirar atrás, caminando con paso de lobo y deteniendo la respiración delante de los dormitorios donde su padre y sus hermanos  dormían aún. Antonio, su hermano de 15 años, le ayudó a correr sigilosamente los cerrojos de la pesada puerta de entrada, a  abrirla, y luego a sujetarla para que ella se cerrase sin ruido sobre todo lo que dejaban detrás de ella. Era para siempre, y Teresa lo notaba por su desgarramiento.
          “Acuérdaseme, a todo mi parecer, y con verdad, que cuando salí de casa de mi padre, no creo será más el sentimiento cuando me muera; porque me parece cada hueso se me apartaba por sí, que, como no había amor de Dios que quitarse el amor de padre y parientes, era todo haciéndome una fuerza tan grande, que si el Señor no me ayudara, no bastaran mis consideraciones para ir adelante. Aquí me dio ánimo contra mí, de manera que lo puse por obra”.

          Y así fue como Doña Teresa de Ahumada y Cepeda se entregó a su celestial Esposo en un matrimonio de conveniencia.


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