Todos
hemos sido llamados—cada uno de un modo concreto—para ir y dar fruto. Los
discípulos fueron elegidos por el Maestro, no se presentaron voluntarios, al
menos en su inicio, porque la amistad que ofrece Jesús es completamente
gratuita. Y el que se siente querido de Jesús también se siente a su vez
obligado a ser un discípulo fiel y activo.
Y
esto es dar fruto.
En la raíz de toda vocación no se da una
iniciativa humana o personal con sus inevitables limitaciones, sino una misteriosa
iniciativa de Dios. Desde la eternidad, desde que comenzamos a existir en
los designios del Creador y El nos quiso criaturas, también nos quiso llamados,
preparándonos con dones y condiciones para la respuesta personal,
consciente y oportuna a la llamada de Cristo o de la Iglesia. ¡Dios que nos
ama, que es Amor, es “El quien llama”!.
La
vocación es un misterio que el hombre acoge y vive en lo mas íntimo de su ser.
Depende de su soberana libertad y escapa a nuestra comprensión. No tenemos que
exigirle explicaciones, decirle: “¿por qué me haces esto?”, puesto que Quien
llama es el Dador de todos los bienes.
Por
eso ante su llamada, adoramos el misterio, respondemos con amor a su iniciativa
amorosa y decimos sí a la vocación. Experimentar la vocación es un
acontecimiento único, indecible, que sólo se percibe como suave soplo a través
del toque esclarecedor de la gracia; un soplo del Espíritu Santo que, al mismo
tiempo que perfila de verdad nuestra frágil realidad humana, enciende en
nuestros corazones una luz nueva. Infunde una fuerza extraordinaria que
incorpora nuestra existencia al quehacer divino.
(S. Juan
Pablo II)
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