Era el
segundo domingo de octubre de 1827 y celebraban los habitantes de Murialdo la
maternidad de la Stma. Virgen, solemnidad principal de la población. Unos
estaban en las faenas de la casa o de la iglesia, mientras otros se convertían
en espectadores o tomaban parte en juegos y pasatiempos diversos.
A uno
solo vi alejado de todo espectáculo. Era un clérigo pequeño de estatura, de
ojos brillantes, aire afable y rostro angelical. Se apoyaba contra la puerta de
la iglesia. Quedé como subyugado con su figura, y aunque yo rozaba apenas los
doce años, sin embargo, movido por el deseo de hablarle, me acerqué y le dije:
-Señor
cura, ¿quiere ver algún espectáculo de nuestra fiesta? Yo le acompañaré con
gusto adonde desee.
Me hizo
una señal para que me acercase y empezó a preguntarme por mis años, por mis
estudios; si había recibido la primera comunión, con qué frecuencia me
confesaba, adónde iba al catecismo y cosas semejantes. Quedé como encantado de
aquella manera edificante de hablar; respondí gustoso a todas las preguntas;
después, casi para agradecer su amabilidad, repetí mi ofrecimiento de
acompañarle a visitar cualquier espectáculo o novedad.
-Mi querido amigo –dijo él-: los espectáculos de los sacerdotes son las
funciones de la iglesia; cuanto más devotamente se celebran, tanto más
agradables resultan. Nuestras novedades son las prácticas de la religión, que
son siempre nuevas, y por eso hay que frecuentarlas con asiduidad; yo sólo
espero a que abran la iglesia para poder entrar.
Me animé
a seguir la conversación y añadí:
-Es
verdad lo que usted dice; pero hay tiempo
para todo: tiempo para la iglesia y tiempo para divertirse.
Él se
puso a reír. Y terminó con estas memorables palabras, que fueron como el
programa de las acciones de toda su vida:
-Quien abraza el estado eclesiástico se
entrega al Señor, y nada de cuanto tuvo en el mundo debe preocuparle, sino
aquello que puede servir para la gloria de Dios y provecho de las almas.
Entonces,
admiradísimo, quise saber el nombre del clérigo, cuyas palabras y porte publicaban
tan a las claras el espíritu del Señor. Supe que era el clérigo José Cafasso,
estudiante de primer curso de teología, del cual ya había oído hablar en
diversas ocasiones como de un espejo de virtudes.
(Memorias
del Oratorio, San Juan Bosco)
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