Dios no ha querido que tuviese ni un solo deseo sin verlo
realizado; no sólo mis deseos de perfección, sino aun los más infantiles…
Sabéis, Madre mía, cuánto que gustan las flores. Al hacerme
prisionera a los quince años, renuncié para siempre a la dicha de correr por
los campos esmaltados de tesoros primaverales. Pues bien, nunca he tenido más
flores que desde que entré en el Carmelo…
Es costumbre que los desposados ofrezcan con frecuencia
ramilletes de flores a sus prometidas. Jesús no lo echó en olvido; me envió, a
montones, gavillas de ancianos, margaritas gigantes, amapolas, etc., en una
palabra: las flores que más me gustan. Hasta había una pequeña flor llamada la
negrilla de los trigos, que no había vuelto a encontrar desde que estábamos en
Liseux. Deseaba mucho volver a ver esta flor de mi infancia, que yo había
cogido en los campos de Alençon. Y fue precisamente en el Carmelo donde la florecilla
vino a sonreírme, y a demostrarme que tanto en las cosas pequeñas como en las
grandes Dios da el ciento por uno ya en esta vida a las almas que por su amor
lo han abandonado todo.
(Historia de un alma. Relato autobiográfico de Santa Teresita
del Niño Jesús).
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