“El joven Samuel servía al Señor en la presencia de Elí. La palabra del
Señor era rara en aquellos días, y la visión no era frecuente. Un día, Elí
estaba acostado en su habitación. Sus ojos comenzaban a debilitarse y no podía
ver. La lámpara de Dios aún no se había apagado, y Samuel estaba acostado en el
Templo del Señor, donde se encontraba el Arca de Dios. El Señor llamó a Samuel,
y él respondió: «Aquí estoy». Samuel fue corriendo adonde estaba Elí y le dijo:
«Aquí estoy, porque me has llamado». Pero Elí le dijo: «Yo no te llamé; vuelve
a acostarte». Y él se fue a acostar. El Señor llamó a Samuel una vez más. El se
levantó, fue adonde estaba Elí y le dijo: «Aquí estoy, porque me has llamado».
Elí le respondió: «Yo no te llamé, hijo mío; vuelve a acostarte». Samuel aún no
conocía al Señor, y la palabra del Señor todavía no le había sido revelada. El
Señor llamó a Samuel por tercera vez. El se levantó, fue adonde estaba Elí y le
dijo: «Aquí estoy, porque me has llamado». Entonces Elí comprendió que era el
Señor el que llamaba al joven, y dijo a
Samuel: «Ve a acostarte, y si alguien te llama, tú dirás: Habla, Señor, porque
tu servidor escucha». Y Samuel fue a acostarse en su sitio. Entonces vino el Señor,
se detuvo, y llamó como las otras veces: « ¡Samuel, Samuel!». El respondió: «Habla,
porque tu servidor escucha”.
(I Sam. 3, 1-10)
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