miércoles, 19 de noviembre de 2014

Santa Inés



-Algo vergonzoso he oído decir de ti, Inés - exclamó el  prefecto -. Según me aseguran, formas parte de la reprobable secta de los nazarenos. Con todo, cerraré mis ojos a tu crimen si estás dispuesta a escuchar las pretensiones de mi hijo, que te pide tu mano.
-Jamás quebrantaré mi fidelidad a Aquel a quien me he prometido solemnemente - repuso con entereza la niña.
-Y ¿quién es ese que posee tu corazón?
      -¡Jesucristo, mi Rey y Señor! - contestó ella sin titubear.
     -¡Tendrás que repudiarle y renegar de su nombre! - exclamó el prefecto, ordenando a un esclavo que extendiera ante ella los instrumentos de la tortura.
        Palideció Inés por un momento, mas luego dijo:
   -Aquel a quien yo amo me dará fuerzas para soportar todos los dolores.
       El juez la condenó entonces a muerte.
      Dirigióse Inés al lugar de la ejecución con aspecto tan tranquilo cual si siguiese el camino de su boda. Todo el temor que durante el interrogatorio se había apoderado de ella se había disipado ya. Tan profundo sentía el amor a su divino Esposo, que ningún tormento de la tierra hubiese sido capaz de empañar la inmensa dicha que embargaba todas las fibras de su corazón.
   -¡Cristo, llévame contigo! - gritó la mártir con voz jubilosa.

   La espada veloz como el rayo. El Señor, que en los débiles pone de manifiesto su poder y grandeza, recibió, en su eterno amor, el alma pura de su joven esposa. Una doble corona adorna desde entonces a la agraciada virgen, pues a la guirnalda de su pureza añadió la del martirio.


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