-Algo vergonzoso he
oído decir de ti, Inés - exclamó el
prefecto -. Según me aseguran, formas parte de la reprobable secta de
los nazarenos. Con todo, cerraré mis ojos a tu crimen si estás dispuesta a
escuchar las pretensiones de mi hijo, que te pide tu mano.
-Jamás quebrantaré
mi fidelidad a Aquel a quien me he prometido solemnemente - repuso con entereza
la niña.
-Y ¿quién es ese
que posee tu corazón?
-¡Jesucristo,
mi Rey y Señor! - contestó ella sin titubear.
-¡Tendrás
que repudiarle y renegar de su nombre! - exclamó el prefecto, ordenando a un
esclavo que extendiera ante ella los instrumentos de la tortura.
Palideció Inés por un momento, mas luego dijo:
-Aquel a quien yo amo
me dará fuerzas para soportar todos los dolores.
El juez la condenó entonces a muerte.
Dirigióse Inés al lugar de
la ejecución con aspecto tan tranquilo cual si siguiese el camino de su boda. Todo el temor que
durante el interrogatorio se había apoderado de ella se había disipado ya. Tan
profundo sentía el amor a su divino Esposo, que ningún tormento de la tierra
hubiese sido capaz de empañar la inmensa dicha que embargaba todas las fibras
de su corazón.
-¡Cristo, llévame
contigo! - gritó la mártir con voz jubilosa.
La espada veloz como el rayo. El Señor, que en los
débiles pone de manifiesto su poder y grandeza, recibió, en su eterno amor, el
alma pura de su joven esposa. Una doble corona adorna desde entonces a la
agraciada virgen, pues a la guirnalda de su pureza añadió la del martirio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario