Aunque
ignoraba lo que tenía que hacer para ello, una serie de claras inspiraciones
sobrenaturales le hizo comprender que la batalla espiritual empieza por la
mortificación y la victoria sobre los instintos. Paseándose en cierta ocasión a caballo por la
llanura de Asís, encontró a un leproso. Las llagas del mendigo aterrorizaron a
Francisco; pero, en vez de huir, se acercó al leproso, que le tendía la mano para
recibir una limosna. Francisco comprendió que había llegado el momento de dar
el paso al amor radical de Dios. A pesar de su repulsa natural a los leprosos,
venció su voluntad, se le acercó y le dio un beso. Aquello cambió su vida. Fue
un gesto movido por el Espíritu Santo, pidiéndole a Francisco una calidad de
entrega, un "sí" que distingue a los santos de los mediocres.
San Buenaventura nos dice que después de este evento, Francisco frecuentaba lugares apartados donde se lamentaba y lloraba por sus pecados. Desahogando su alma fue escuchado por el Señor. Un día, mientras oraba, se le apareció Jesús crucificado. La memoria de la pasión del Señor se grabó en su corazón de tal forma, que cada vez que pensaba en ello, no podía contener sus lágrimas y sollozos.
San Buenaventura nos dice que después de este evento, Francisco frecuentaba lugares apartados donde se lamentaba y lloraba por sus pecados. Desahogando su alma fue escuchado por el Señor. Un día, mientras oraba, se le apareció Jesús crucificado. La memoria de la pasión del Señor se grabó en su corazón de tal forma, que cada vez que pensaba en ello, no podía contener sus lágrimas y sollozos.
A partir de entonces, comenzó a
visitar y servir a los enfermos en los hospitales. Algunas veces regalaba a los
pobres sus vestidos, otras, el dinero que llevaba. Les servía devotamente,
porque el profeta Isaías nos dice que Cristo crucificado fue despreciado y
tratado como un leproso. De este modo desarrollaba su espíritu de pobreza, su
profundo sentido de humildad y su gran compasión.
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