"La ciudad celestial la
edifica el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo; la ciudad terrena la
edifica el amor propio hasta el desprecio de Dios", por eso
dice el Señor "el que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo"
(Mt. 16, 24).
Hay
dos clases de amor propio: uno es bueno y otro malo. El bueno es aquel que nos
lleva a procurar la vida eterna. El malo es el que nos lleva a procurar los
bienes de la tierra, con detrimento del alma y con disgusto de Dios.
Todo
trabajo el trabajo del alma espiritual consistirá en frenar la marcha
desarreglada del amor propio, lo cual es oficio de la mortificación interior o
abnegación de sí mismo, que como nos enseña San Agustín, consiste en "regular
los movimientos del corazón".
¡Pobre
alma cuya dirección se encuentre en manos de sus apetitos! "El enemigo más temible es
el doméstico", dice San Bernardo. Enemigos son el demonio, el
mundo; pero el peor de todos es nuestro amor propio, porque es "para
el alma el gusano que va royendo las raíces de la planta, hasta que le priva no
solo de frutos, sino también de la vida". (Sta. Mª Magdalena de
Pazzis)
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