En
cierta ocasión, mientras oraba en la iglesia de San Damián en las afueras de
Asís, le pareció que el crucifijo le repetía tres veces: "Francisco,
repara mi casa, pues ya ves que está en ruinas".
El
santo, viendo que la iglesia se hallaba en muy mal estado, creyó que el Señor
quería que la reparase; así pues, partió inmediatamente, tomó una buena
cantidad de vestidos de la tienda de su padre y los vendió junto con su
caballo. Enseguida llevó el dinero al pobre sacerdote que se encargaba de la
iglesia de San Damián, y le pidió permiso de quedarse a vivir con él. El buen
sacerdote consintió en que Francisco se quedase con él, pero se negó a aceptar
el dinero. El joven lo depositó en el alféizar de la ventana. Pedro Bernardone,
al enterarse de lo que había hecho su hijo, se dirigió indignado a San Damián.
Pero Francisco había tenido buen cuidado de ocultarse.
Al
cabo de algunos días pasados en oración y ayuno, Francisco volvió a entrar en
la población, pero estaba tan desfigurado y mal vestido, que la gente se
burlaba de él como si fuese un loco. Pedro Bernardone, muy
desconcertado por la conducta de su hijo, le condujo a su casa, le golpeó
furiosamente (Francisco tenía entonces 25 años), le puso grillos en los pies y le
encerró en una habitación.
La
madre de Francisco se encargó de ponerle en libertad cuando su marido se
hallaba ausente y el joven retornó a San Damián. Su padre fue de nuevo a
buscarle ahí, le golpeó en la cabeza y le conminó a volver inmediatamente a su
casa o a renunciar a su herencia y pagarle el precio de los vestidos que
le había tomado. Francisco no tuvo dificultad alguna en renunciar a la
herencia, pero dijo a su padre que el dinero de los vestidos pertenecía a Dios
y a los pobres.
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