Durante el viaje a Roma, la contemplación de todas aquellas
bellezas sembraba pensamientos muy profundos en mi alma. Me parecía estar ya
percibiendo la grandeza de Dios y las maravillas del cielo…
La vida religiosa se me aparecía tal cual es, con sus
sujeciones, sus pequeños sacrificios cumplidos en la sombra. Comprendía qué
fácil es replegarse una sobre sí misma, olvidar el fin sublime de la propia
vocación, y pensaba: Más tarde, en la hora de la prueba, cuando, prisionera del
Carmelo, no me sea dado contemplar más que un trocito de cielo estrellado, me
acordaré de lo que estoy viendo hoy. Este pensamiento me dará valor; olvidaré
fácilmente mis pobres y pequeños intereses recordando la grandeza y el poder de
Dios, a quien únicamente quiero amar. No caeré en la desgracia de aficionarme a
unas pajas, ahora que “¡mi corazón ha presentido lo que Jesús reserva a los que
le aman!”
(Historia de un alma. Relato autobiográfico de Santa Teresita
del Niño Jesús).
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