Lo que no sabía era qué medios emplear para comunicárselo a
papá… ¿Cómo hablarle de separarse de su reina, a él, que acababa de hacer el
sacrificio de sus tres hijas mayores?... ¡Ah! ¡Cuántas luchas íntimas sufrí
antes de sentirme con el suficiente valor para hablar!
Escogí el día de Pentecostés para hacerle a papá mi gran
confidencia. Todo el día estuve rogando a los santos apóstoles que rogasen por
mí, que me inspirasen las palabras que habría de pronunciar…
Por la tarde, estaba sentado al borde del aljibe, contemplando
las maravillas de la naturaleza. Sin decir una sola palabra, fui a sentarme a
su lado, con los ojos bañados en lágrimas. Me miró con ternura, y cogiendo mi
cabeza, la apoyó en su corazón, diciéndome: “¿Qué te pasa, reinecita mía? …
Cuéntamelo…” Luego, levantándose como para disimular su propia emoción, echó a
andar lentamente, manteniendo mi cabeza junto a su corazón.
A través de mis lágrimas, le confié mi deseo de entrar en el
Carmelo. Entonces sus lágrimas se mezclaron con las mías; pero no dijo ni una
palabra para hacerme desistir de mi vocación. Dijo que Dios le dispensaba un
gran honor pidiéndole de aquel modo a sus hijas.
¡El espectáculo de aquel anciano ofreciendo a su hija al
Señor, aún en la primavera de la vida, tuvo que hacer sonreír a los ángeles!
(Historia de un alma. Relato autobiográfico de Santa Teresita
del Niño Jesús).
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