A los diez años hicimos una visita a Alençon. Los amigos que
allí teníamos eran demasiado mundanos, sabían compaginar demasiado bien las
alegrías de la tierra con el servicio de Dios. Veo que todo es vanidad y
aflicción de espíritu debajo del sol… y que el único bien consiste en amar a
Dios con todo el corazón y en ser pobre de espíritu aquí abajo.
En casa de nuestro tío pasaba por una pequeña ignorante, buena
y dulce, pero incapaz e inhábil. Considero todo esto como una gracia. Dios,
queriendo sólo para sí mi corazón, cambiaba en amargura todos los consuelos de
la tierra. Tanta mayor necesidad tenía de ello, cuanto que, seguramente, no
hubiera permanecido insensible a los elogios.
Una señora decía, refiriéndose a mí, que tenía el pelo muy
bonito… Otras, preguntaban que quien era aquella joven tan guapa. Y tales
frases halagüeñas, dejaban en mi alma una impresión de placer que me demostraba
claramente cuán llena estaba yo de amor propio.
¡Oh, qué compasión tengo de las almas que se pierden!... ¡Es
tan fácil extraviarse por los senderos del mundo! Ciertamente, para un alma un
poco elevada, la dulzura que él ofrece va mezclada de amargura, y nunca el
inmenso vacío de los deseos podrá llenarse con las alabanzas de un instante…
Pero si mi corazón no hubiese sido dirigido hacia Dios desde su primer
despertar, si el mundo me hubiera sonreído desde mi entrada en la vida, ¿qué
habría sido de mí?
(Historia de un alma. Relato
autobiográfico de Santa Teresita del Niño Jesús).
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