Durante
un mes conviví con muchos sacerdotes santos, y comprobé que si su dignidad
sublime los eleva por encima de los ángeles, no por eso dejan de ser hombres
débiles y frágiles… Si los santos sacerdotes a los que Jesús llama en su
Evangelio “la sal de la tierra” muestran con su conducta que tienen necesidad
extrema de oraciones, ¿qué se habrá de decir de los que son tibios? ¿No dijo
también Jesús: “Si la sal se torna insípida, ¿con qué se la sazonará?”
¡Oh, Madre mía, qué bella es la
vocación que tiene por fin conservar la sal destinada a las almas! Esta es la
nuestra, puesto que el único fin de nuestras oraciones y de nuestros
sacrificios es: ser cada una de nosotras “apóstol de apóstoles”, rogando por
los sacerdotes, mientras ellos evangelizan a las almas con su palabra y, sobre
todo, con su ejemplo…
(Santa Teresita del Niño Jesús, Historia de un alma)
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