Acompañada de su hijo pequeño fue
un día a ver a D. Bosco una señora perteneciente a una noble familia turinesa,
que pasaba por ser muy religiosa.
D.
Bosco, en su bondad, preguntando a la señora por la salud de sus hijos, terminó
por decirle:
--Y
de su primogénito, ¿qué piensa hacer?
--Será
diplomático, como su padre.
--¿Y
el segundo?
--Está
en la Academia Militar y piensa llegar a general, sería el primero de la
familia que no llegara a ese grado.
Y
luego, señalando al pequeño, preguntó D. Bosco:
--¿Y
de éste? A este lo haremos sacerdote, ¿qué le parece?
Cuando
oyó la palabra sacerdote, la noble visitante, como espantada, permaneció un
instante muda, pero luego se rehízo y exclamó furiosa:
--¡No,
sacerdote, no; antes muerto!
D.
Bosco, profundamente entristecido, trató de llevar a la señora a mejores
sentimientos y le hizo notar que su palabra no era un veredicto. Todo fue
inútil; la mujer repitió la tremenda imprecación y se retiró del todo
descompuesta.
Ocho
días después D. Bosco la vio comparecer de nuevo, temblorosa y con los ojos
hinchados y rogándole:
--Venga,
venga en seguida, por caridad, a bendecir a mi hijo, el que estuvo aquí
conmigo: se me está muriendo.
D.
Bosco acudió al lecho del enfermito, que le tomó la mano y se la besó. Mientras
tanto los médicos, tras su consulta, declararon sencillamente que ignoraban por
completo la naturaleza del mal.
El
niño, que había comprendido todo, llama a su madre y con débil voz le dice:
--Estos
señores no saben por qué me muero, pero yo lo sé. Fueron tus palabras las que
me dan la muerte. ¿Te acuerdas cuando estuvimos con D. Bosco? Pobre mamá. Tú
preferías verme muerto antes que darme a Dios; y el Señor me toma para Él.
D.
Bosco, aterrorizado por la triste escena de que lo hacía espectador la divina
justicia, no pudo hacer otra cosa que preparar a la familia exhortándola a
resignarse a la voluntad de Dios y prometiendo hacer rezar con ese fin. Apenas
había salido de la casa, cuando corrieron a anunciarle que el niño estaba
muerto.
(Florecillas
de D. Bosco, 79).
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