San Juan Evangelista no ofrece en el capítulo uno, versículos
del treinta y cinco al cuarenta y dos de su evangelio lo esencial de la
vocación.
En primer lugar, en la vocación encontramos una revelación de
amor, algo que aparece en nuestras vidas y mueve nuestra inteligencia, nuestra
voluntad y todos nuestros afectos a ir tras eso que se nos revela. En este
evangelio eso se observa en las palabras del Bautista cuando dice: “éste es el
Cordero de Dios”. El cordero es signo de bondad, ternura, humildad,
mansedumbre, docilidad, paz. Estas cosas son anheladas por el hombre que busca amar.
A san Juan y a san Andrés en esas palabras se les revela la bondad que tanto
buscan y les atrae irresistiblemente.
En segundo lugar está el momento del conocimiento íntimo. La
bondad de Cristo nos atrae y queremos conocerle. Ellos hablan con Jesucristo,
ven dónde y cómo vive… conviven con Él, lo conocen íntimamente. Esto no es otra
cosa que tener vida interior, vida de oración, dedicar tiempo a hablar con
Dios, a conocerle, a escucharle. Dios habla en la oración, y habla al corazón.
Y así se confirma el anhelo despertado en los discípulos por las palabras “éste
es el Cordero de Dios”. Es el momento de decir: Sí, éste es el amor de mi vida.
Quiero vivir con y para él. Cristo sacia todos mis deseos. Y es tan potente
este amor que es imposible olvidarlo, incluso se nos quedan grabados hasta los
más pequeños detalles.
El tercer momento es la comunicación de ese amor, de esa
vocación. Y decimos al mundo con nuestras palabras y obras: “he encontrado al
amado de mi alma”. El amor de Cristo me identifica tanto con Él que no tengo
ojos para nadie más: pienso en Él, en lo que le agrada, en atenderlo, en
cuidarlo, etc. Y como decíamos arriba, esto queda confirmado por mis palabras y
mis obras, porque hablo de Él, actúo como a Él le gusta, en pocas palabras,
vivo como Él vivió.
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