¿Qué espero en particular de este Año de gracia de la Vida
Consagrada?
1. Que sea siempre verdad lo que dije una vez: «Donde hay
religiosos hay alegría». Estamos llamados a experimentar y demostrar que Dios
es capaz de colmar nuestros corazones y hacernos felices, sin necesidad de
buscar nuestra felicidad en otro lado; que la auténtica fraternidad vivida en
nuestras comunidades alimenta nuestra alegría; que nuestra entrega total al
servicio de la Iglesia, las familias, los jóvenes, los ancianos, los pobres,
nos realiza como personas y da plenitud a nuestra vida.
Que entre nosotros no se vean caras tristes, personas
descontentas e insatisfechas, porque «un seguimiento triste es un triste seguimiento».
También nosotros, al igual que todos los otros hombres y mujeres, sentimos las
dificultades, las noches del espíritu, la decepción, la enfermedad, la pérdida
de fuerzas debido a la vejez. Precisamente en esto deberíamos encontrar la
«perfecta alegría», aprender a reconocer el rostro de Cristo, que se hizo en
todo semejante a nosotros, y sentir por tanto la alegría de sabernos semejantes
a él, que no ha rehusado someterse a la cruz por amor nuestro.
En una sociedad que ostenta el culto a la eficiencia, al
estado pletórico de salud, al éxito, y que margina a los pobres y excluye a los
«perdedores», podemos testimoniar mediante nuestras vidas la verdad de las
palabras de la Escritura: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12,10).
Bien podemos aplicar a la vida consagrada lo que escribí en la
Exhortación apostólica Evangelii gaudium, citando una homilía de Benedicto XVI:
«La Iglesia no crece por proselitismo, sino por atracción» (n. 14). Sí, la vida
consagrada no crece cuando organizamos bellas campañas vocacionales, sino
cuando los jóvenes que nos conocen se sienten atraídos por nosotros, cuando nos
ven hombres y mujeres felices. Tampoco su eficacia apostólica depende de la
eficiencia y el poderío de sus medios. Es vuestra vida la que debe hablar, una
vida en la que se trasparenta la alegría y la belleza de vivir el Evangelio y
de seguir a Cristo.
Repito a vosotros lo que dije en la última Vigilia de
Pentecostés a los Movimientos eclesiales: «El valor de la Iglesia,
fundamentalmente, es vivir el Evangelio y dar testimonio de nuestra fe. La
Iglesia es la sal de la tierra, es luz del mundo, está llamada a hacer presente
en la sociedad la levadura del Reino de Dios y lo hace ante todo con su
testimonio, el testimonio del amor fraterno, de la solidaridad, del compartir»
(18 mayo 2013).
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