Con estas palabras del profeta Jeremías Dios promete a su
pueblo no dejarlo nunca privado de pastores que lo congreguen y lo guíen:
«Pondré al frente de ellas (o sea, de mis ovejas) Pastores que las apacienten,
y nunca más estarán medrosas ni asustadas» (Jer 23, 4).
La Iglesia, Pueblo de Dios, experimenta siempre el
cumplimiento de este anuncio profético y, con alegría, da continuamente gracias
al Señor. Sabe que Jesucristo mismo es el cumplimiento vivo, supremo y
definitivo de la promesa de Dios: «Yo soy el buen Pastor» (Jn 10, 11). Él,
«el gran Pastor de las ovejas» (Heb 13, 20), encomienda a los apóstoles y
a sus sucesores el ministerio de apacentar la grey de Dios
(cf. Jn 21, 15ss.; 1 Pe 5, 2).
Concretamente, sin sacerdotes la Iglesia no podría vivir aquella
obediencia fundamental que se sitúa en el centro mismo de su existencia y de su
misión en la historia, esto es, la obediencia al mandato de Jesús «Id, pues, y
haced discípulos a todas las gentes» (Mt 28, 19) y «Haced esto en
conmemoración mía» (Lc 22, 19; cf. 1 Cor 11, 24), o sea, el
mandato de anunciar el Evangelio y de renovar cada día el sacrificio de su
cuerpo entregado y de su sangre derramada por la vida del mundo.
Sabemos por la fe que la promesa del Señor no puede fallar.
Precisamente esta promesa es la razón y fuerza que infunde alegría a la Iglesia
ante el florecimiento y aumento de las vocaciones sacerdotales, que hoy se da
en algunas partes del mundo; y representa también el fundamento y estímulo para
un acto de fe más grande y de esperanza más viva, ante la grave escasez de
sacerdotes que afecta a otras partes del mundo.
(Fragmento
de la Exhortación Apostólica postsinodal "Pastores dabo vobis").
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